Jueves Santo

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Lavatorio de pies

Para la congregación donde pastoreo el ritual del Lavatorio de Pies era parte esencial de la Semana Santa. Cuando comencé a pastorear como una joven seminarista, muy pocas veces vi mujeres oficiando la Santa Cena. Así que fue un reto verme en el lugar de Jesús lavando pies. Por su puesto, en el tiempo y cultura bíblica, como en la actual, no es sorprendente la imagen de una mujer lavando pies. Mi mamá, mientras estudiaba cosmetología, solía mimarnos con pedicuras, que incluían masajes, arreglo y pinturas de uñas. Todavía hoy día, el tiempo de las pedicuras de las hermanas Cubero es un espacio de amor sagrado. Hubiera querido mimar a Jesús con una pedicura, porque para las nuestras siempre está invitado.

Fácilmente me puedo identificar con la mujer que ungía los pies del Maestro con lágrimas y perfume (Lucas 7:36-50), arriesgando su vida, entrando sin ser invitada a la casa de un fariseo para responder este llamado irresistible a su corazón. Los rumores no se hicieron esperar. Quienes ven la escena desde las jerarquías y el honor y la vergüenza, solo ven una mujer pecadora toca los pies de Jesús en público. Ella misma es la ofrenda, inadecuada para el mundo religioso que solo respeta y espera a “un macho perfecto” (Éxodo 12:1-4). Quedaba dentro de mi mucho de esa perspectiva y al escribir estas líneas me doy cuenta de algunos restos que aún perduran.

Entendía, en términos teóricos, que no se trata de tomar el lugar de Jesús, sino de responder el llamado a sus pies. Como otra mujer que ungió con perfume los pies de Jesús, seis días antes de la Pascua, en preparación para su sepultura (Juan 12). Ungir, separar, consagrar. María hermana de Lázaro, la amiga de Betania que tantas veces se sentó a sus pies, consagró al Cordero de Dios: Este es Su cuerpo, que por la humanidad es entregado. Por estos pies correrá la sangre de un nuevo pacto (1 Corintios 11:23-26). Esas imágenes de consagración del pan y el vino comienzan a tomar un rostro femenino a los pies del Maestro de la inclusión.

Me puedo identificar con parte de la incomodidad de Pedro y parte de su resistencia: “No me lavarás los pies jamás”. Voces internas y externas, lejanas y cercanas que no le permiten romper con las jerarquías para asumir un nuevo paradigma del mutuo cuidado en el discipulado y el apostolado. La voz de la farisea, de la Judas y de la Marta que habitan en mí, también forcejean con la atrevida y excesiva invitación que nos hace Jesús para quedar vulnerables; no solo delante de él, sino de los demás. Mi corazón quería tener parte con Él (Juan 13: 6-8), así que lavé otros pies.
Aquel primer lavatorio de pies cobró un sentido muy particular para mí vida espiritual y pastoral. Como una promesa cumplida de ese versículo 7 en Juan 13: “Lo que yo hago, tú no lo comprendes ahora; mas lo entenderás después”. Podía notar la devoción que llamaba a la gente a prepararse para ese momento del Lavatorio. Algunas personas arreglaban sus pies y uñas con profesionales, otras respondían al llamado de manera espontánea e imprevista con gran fervor. La realidad es que la congregación buscaba ese momento de encuentro con Jesús, no conmigo. Tuve el privilegio de percibir de forma muy concreta y a la vez que cuasi mística, ese encuentro personal e íntimo con Jesús. Hoy me parece maravilloso que pudieran ver en aquella joven seminarista un medio para el encuentro. Cosa que yo misma no podía entender hasta aquel momento lleno de excesos, lleno de Dios.
Con los años el Lavatorio se ha convertido en una de las tradiciones que más satisfacción espiritual han traído a mi vida pastoral. Un momento de encuentro que me da la oportunidad de ser testigo silente de un espacio íntimo. Mis ojos pastorales han notado los pies cansados de quienes caminan junto a mí y se desgastan en la misión del Reino. Puedo dar alivio momentáneo a los pies inflamados de quienes han caminado mucho y hoy se les dificulta la movilidad. He podido notar cómo algunas personas adultas con necesidades especiales se acercan a este momento para percibir la gracia que forma plena, considerando que sus otros sentidos no se lo permiten de la misma forma que al resto. He visto a la niñez entender y responder el llamado de pasar al frente, con tanta devoción y seriedad como cualquier persona adulta.
Como los primeros discípulos, hemos recibido el llamado de lavarnos mutuamente los pies. No para que uno tome el espacio de Jesús, ni por cumplir con un ritual que hizo y ordenó. Detrás de lo tradicional, la enseñanza misma es que nos necesitamos. La humanidad necesita de espacios de encuentro, de ternura, mimos, fragancias agradables, descanso y preparación antes del sacrificio. En este siglo de imágenes digitales retocadas, la invitación sigue siendo a lavarnos mutuamente los pies. Ahora es tiempo de excesos. De dejar de retener. De soltar las riendas para dar, besar, abrazar, tocar. De saltar las fronteras de tu propia imagen. De derrochar tu afecto. De hacer, si te lo permites, el ridículo.

Ante tanta necesidad y sufrimiento, este no es tiempo de negarle digno espacio a nadie que se rinda a los pies del Maestro. No es tiempo de vivir ahogándonos en apariencia de justicia y sentimentalismos que no redundan en servicio ni en compromiso mutuo en vulnerabilidad. No es el momento de recordar jerarquías sociales, eclesiales o académicas. Lavarnos mutuamente los pies es obedecer al llamado del servicio mutuo, en reconocimiento de nuestra interdependencia, de forma que podamos devolverle la dignidad a quienes les haya sido robada, perfumar con la gracia de Dios la vida de quienes no pueden ver ni oír. Es tocar con misericordia a quienes han perdido el gusto, pero tienen hambre y sed de justicia.
Tocar los pies de las mujeres explotadas. Excedernos en misericordia y bondad con la niñez que ha sido robada de su infancia. Perfumar los pies de los hombres esclavizados. Aliviar la carga de la gente vulnerable y rechazada. Acercarnos al dolor del prójimo con generosidad, ternura y compasión.

ORACIÓN
Yo amo a mi Dios porque él escucha mis ruegos.
Toda mi vida oraré a él porque me escucha.
Salmo 116:1-2 (TLA)
Ternura creadora,
Que lavas nuestros pies cansados y dolidos.
Misericordia renovada,
Que de rodillas te acercas para mostrarnos afecto.
No merecemos tantos detalles.
No somos dignas de tu amor puro y sincero.
Pero tu gracia nos ve tal y como somos.
En tu gracia nos vez, nos llamas, nos lavas y nos envías.
Ternura empoderadora,
Que nos das descanso en el día difícil.
Omnipotente bondad,
Que con la dulzura de tus caricias nos preparas.
Que nos llamas a lavar los pies de nuestras hermanas,
A ser ejemplo de las que no tienen camino que seguir,
A vencer las voces internas y externas de la condenación.
Lávanos para lavar.
Lávanos para caminar.
Lávanos para servir.
Lávanos para enseñar.
Lávanos para proclamar.
Lávanos para consagrar y ungir.
Lávanos para responder tu llamado extravagante.
En el nombre de Aquel que tomó nuestro lugar lo pedimos.
En el nombre de Jesús. Amén.


Wilma A. Quiñonez Cubero es pastora de la Iglesia Presbiteriana en Country Club, profesora del curso Ministerio con Personas con Diversidad Funcional en el Seminario Evangélico de Puerto Rico. Tiene un Bachillerato en Educación Elemental, una Maestría en Divinidad y un Doctorado en Ministerio en Asesoría Pastoral a Familias.

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